domingo, 8 de abril de 2012

Prólogo




DULCE MALDICION  

Prólogo 






El viento estrellaba la lluvia contra las venta­nas de la casa de la calle Filgore. La tormenta había empezado el día anterior con la fuerza de un huracán tropical y el frío de una ventisca de pleno invierno. Peter Lanzani miraba la calle inundada desde la ventana de la habitación, en la segunda planta, con la frente pegada al cris­tal.
Sabía que el Increíble Lanzani era un barco seguro y que había soportado tormentas mucho peores que aquella, pero no podía evitar estar preocupado. Pablo Lanzani era un capitán es­tupendo, no necesitaba que el guardacostas le pronosticara el tiempo. Lo presentía, lo olía en el aire y lo adivinaba en las nubes. Pero el In­creíble Lanzani estaba tardando. Y Peter notaba la tensión de Santiago, Gastón también estaba in­quieto.
La pesca había sido mala durante el verano y el Increíble Lanzani se había visto obligado a pro­longar la temporada y adentrarse más y más en el mar en busca de peces espada. Pero el tiempo se estaba volviendo imprevisible. Antes de partir, Santiago había tratado de convencer a su padre para que se dirigiera al sur, tal como hacían tan­tos pescadores en otoño e invierno.
Aunque suponía dejar solos a los seis herma­nos Lanzani durante cinco o seis meses, Santiago le había asegurado a Pablo que podría hacerse cargo de la casa mientras siguiera llegando dine­ro. Desde que su madre se había marchado, ha­cía siete años, se encargaba de todo. Santiago co­cinaba y limpiaba, ayudaba con los deberes escolares e imponía disciplina. También hacía lo posible por ocultar tal circunstancia a profeso­res, vecinos y quienquiera que considerase a Pablo un padre negligente. Mucha carga para un chico de catorce años.
Peter giró el cuello. Thiago, su hermano geme­lo, ya estaba en la cama, con la colcha subida hasta la barbilla y la nariz pegada a un cómic. Bautista, el más pequeño de los Lanzani, se había acurrucado junto a su hermano. Tenía siete años, había dejado de pedirle a Thiago que le le­yera el cómic y vocalizaba las palabras mientras lo leía él mismo en silencio.
—¡Peter! Echa un ojo a los cubos del pasillo —gritó Gastón desde la planta de abajo—. Vigila que no se llenen del todo.
Peter suspiró. Algún día tendrían dinero sufi­ciente para arreglar las goteras del tejado, pintar el porche descascarillado y pagar la factura del teléfono antes de que lo desconectaran. Pablo siempre soñaba con regresar con el barco reple­to de peces espada y pedir el precio más alto, pero Peter sabía que los sueños de su padre no solían hacerse realidad.
Aunque no hablaban sobre su afición a beber y hacer apuestas, Peter era consciente de que sus hermanos mayores hacían todo lo posible por evitar los despilfarros de su padre. Santiago siempre iba a recibirlo al puerto para impedir que fuese al pub a emborracharse y pasarse la noche jugando al póquer. Y Gastón había apren­dido a esconder el bote del dinero cuando Pablo estaba en casa, sabedor de que su padre se lo iría gastando.
—No va a venir esta noche —dijo Thiago—. No atracará con este tiempo.
—¿Papá está bien? —preguntó Bautista.
—Sí —murmuró Peter. Se alejó de la venta­na, salió al pasillo y comprobó la hilera de cu­bos que Santiago había dispuesto para combatir las goteras. Luego regresó al dormitorio, se me­tió en la cama y se cubrió con la colcha hasta el pecho. Si se dormía, al despertar habría amane­cido, la tormenta habría terminado, su padre volvería y todo estaría bien—. Tienes los pies helados, Bautista. No me toques, enano.
—Calla —dijo Bautista antes de dirigirse al otro gemelo—. Anda, Thiago, léeme un poco —insis­tió.
—Santiago está subiendo —dijo Thiago al oír el crujido de las escaleras—, Pídeselo a él.
Pero fue Bruno quien asomó la cabeza por la puerta.
—Santi dice que apaguéis las luces. Mañana tenéis que ir al colegio.
—¿Papá vendrá mañana? —preguntó Bautista.
—No lo sé, Bauti —Bruno se obligó a sonreír—. Pero seguro que vuelve pronto.
—¿Está bien? —Bautista se incorporó y se apartó el pelo de los ojos—. Mi profe ha dicho que es una mala tormenta.
Bruno se sentó al borde de la cama, agarró los pies de Bautista bajo la colcha y le hizo cosqui­llas.
—Claro que está bien. Con papá no hay tor­mentas que valgan —contestó, advirtiendo a Peter y Thiago con la mirada para que no lo con­tradijeran.
—Es verdad —dijo Peter—, cuando salí con papá el verano pasado, me dijo que había esta­do en una tormenta de olas de quince metros y un viento capaz de tirar a un hombre por la bor­da. La tormenta de ahora no es tan mala, Bauti.
—¿De cuántos metros son las olas? —pregun­tó Bautista, más preocupado todavía.
—Nada, son olas pequeñas. Anda, hazme hueco y os cuento una historia —Bruno se acomodó entre Bautista y Peter, recostándose con­tra el cabecero—. ¿Cuál queréis que os cuente?
Aquellas historias eran tradición en la fami­lia Lanzani y, cuando Pablo estaba en casa, les contaba una distinta casi todas las noches. Eran historias maravillosas sobre sus legenda­rios antepasados, los increíbles Lanzani, hombres valientes e inteligentes que siempre ven­cían al mal. Pero cuando las historias las con­taba Pablo, nunca faltaban mujeres manipu­ladoras. Al principio, Peter no entendía por qué los Lanzani desconfiaban tanto de las muje­res. Pero luego se dio cuenta de que las histo­rias estaban pasadas por el filtro de Pablo, cuyas opiniones se basaban en el abandono de su esposa.
Aunque nunca pronunciaban su nombre en presencia del padre, Santiago hablaba de ella de vez en cuando. Era guapa, de largo pelo negro y bonitos ojos verdes. A pesar de que se había marchado cuando Peter no tenía más de tres años, recordaba el mandil de flores rojas que se ponía por las mañanas.
—La de Odran y el gigante —dijo Thiago.
—La de Murchadh Lanzani, el marinero increí­ble —sugirió Bautista.
—La de Eamon y la hechicera —pidió Peter. Aunque Bruno sólo tenía once años, era el que mejor las contaba. Sabía envolverlas con imágenes nítidas y mucha acción, mucho mejo­res que cualquier libro o película.
—Me acabo de acordar de una historia que nos contó papá a Santi, Gastón y a mí cuando éra­mos pequeños —dijo Bruno—. No creo que la hayáis oído. Es sobre Ramiro Lanzani, el más listo de todos nuestros antepasados. De hecho, Ramiro Lanzani lo sabía todo.
—Nadie puede saberlo todo —contestó Peter.
—Ramiro sí. Porque era muy observador. No hablaba mucho, pero se fijaba en todo — Bruno se tocó una sien—. Y era muy inteli­gente. Como yo. Y un poco como Bautista.
—¿Vas a contar la historia o no? —se impa­cientó Thiago.
—Ramiro Lanzani vivía en un pueblo pequeño de la costa irlandesa, en una casa de piedra so­bre un acantilado —arrancó Bruno tras acla­rarse la voz—. Sus padres eran personas senci­llas, que no sabían leer ni escribir, pero Ramiro aprendió por su cuenta. Leyó todos los libros del pueblo y, cuando se los acabó, empezó a vi­sitar los pueblos vecinos para tomar prestados más libros. Pero no le bastaba. Además, Ramiro hablaba con todos los que pasaban por el pue­blo, les preguntaba por sus viajes, ansioso por conocer el resto del mundo.
—¿Va a ser una de esas historias de las que se supone que tenemos que aprender algo? —mur­muró Thiago—. ¿Como que hay que estudiar y no faltar al colegio?
—No interrumpas o te toca a ti contar la his­toria —respondió Bruno—. Y debes de ser el que peor las cuenta en todo San Clemente del Tuyú.
—¡Sigue! —le pidió Bautista.
—Ramiro y su familia vivían cerca de un gran hechicero llamado Aurelio y Aurelio tenía dos hijas: Mercedes y Marianella. Aurelio les regalaba todo tipo de caprichos, les daba cualquier cosa que deseasen, era capaz de sacar de la nada vestidos preciosos. La bella Mercedes se volvió egoísta y codiciosa. Su hermana Marianella, en cam­bio, era sencilla y cándida. Mercedes le exigía más y más regalos a su padre, dándose aires de princesa, mientras que Marianella se concentró en sus estudios, aprendió latín y griego, leyó nume­rosos libros —continuó Bruno—. Aurelio sa­bía que algún día tendría que decidir a cuál de las dos legar sus poderes mágicos. Aunque Mercedes era avara y poco afectuosa, Aurelio sabía que podía convertirse en una gran hechi­cera, quizá la mejor de los alrededores. Pero Marianella tenía buen corazón y era generosa, la clase de persona que utilizaría sus poderes para hacer el bien. Dividido entre las dos hijas, el vie­jo hechicero pasó muchas noches en vela, pon­derando su decisión. Pidió consejo a sus ami­gos, pero estos no se pronunciaban, por miedo a equivocarse y a sufrir las consecuencias más adelante. Un día, mientras paseaba por el bos­que, Aurelio se encontró a un campesino y le pidió su opinión. El campesino sonrió y le reco­mendó que le preguntara a Ramiro Lanzani, pues él lo sabía todo y podría darle una respuesta.
—Seguro —dijo Bautista—. Ramiro Lanzani era el chico más listo de Irlanda.
—Pero no sólo sabía lo que había aprendido en los libros. Comprendía a los demás, sus de­fectos y virtudes, pues había hablado con mu­chas personas en su búsqueda de conocimiento y había aprendido de todos ellos —prosiguió Bruno—. Así que Aurelio hizo llamar a Ramiro Lanzani para que fuese a su casa, un castillo oscuro en medio del bosque. El viejo hechicero no podía creerse que aquel chico harapiento fuese la persona que buscaba. «He oído que eres muy sabio», dijo el hechicero. Ramiro asintió con la cabeza. «Entonces dejaré la decisión en tus manos», dijo el hechicero. «Elige entre mis dos hijas cuál será una gran hechicera. Pero antes has de decirme cómo piensas decidirlo». Ramiro se quedó pensando un buen rato. «Les haré tres pruebas», contestó. «Y deberán responder con sinceridad».
—¿Pruebas?, ¿como los dictados del colegio? Qué historia más tonta. Yo quiero la de Odran —protestó Thiago.
—Es la forma más justa de decidir —contestó Peter.
—El día de las pruebas se acercaba y al he­chicero le daba miedo que Ramiro no fuese la persona adecuada. Al fin y al cabo, no poseía poderes mágicos. Sólo era un chico normal y corriente. Quizá fuese mejor recurrir a la ma­gia, a una poción o un conjuro que lo ayudara a tomar la decisión. Para la primera prueba, Ramiro colocó tres objetos en una mesa: un rubí, una perla y una simple piedra alisada por el mar. Cuando les pidió que eligiesen la piedra más bella, Mercedes no dudó en esco­ger el rubí, pues era la de más valor. Pero cuando le preguntó a Marianella, eligió la piedra del mar.
—Marianella es tonta —dijo Thiago—. No puede ser hechicera.
—Eso creía el hechicero también —continuó Bruno—. ¿Cómo iba Marianella a ser hechicera si ni siquiera era capaz de reconocer el valor de una joya? Pero Ramiro advirtió que Marianella reco­nocía la belleza de las cosas sencillas. La siguiente prueba fue más difícil. Ramiro presentó tres hombres ante las chicas: un caballero apuesto, un comerciante adinerado y un monje. Le dio una bolsa de monedas de oro a Mercedes y le pidió que se las diera al hombre que más las necesitaba. Pero Mercedes no estaba dis­puesta a dejarse engañar. Le dio un tercio al ca­ballero para que la protegiese, un tercio al co­merciante a cambio de una aventura de seda y otro al monje para que velara por su espíritu. Cuando Marianella entró en la sala y se enfrentó a la misma elección, se quedó con las monedas de oro. «No puedo dar el dinero a ninguno de estos hombres, pues ninguno de ellos lo necesita», ex­plicó. «El caballero está protegido por su linaje. el comerciante se gana la vida con los productos que vende. Y el monje ha hecho voto de pobre­za. ¿Dónde está el campesino pobre que se ha quedado sin cosecha o la madre sin medios para alimentar a sus hijos?»
Peter se acurrucó en la cama, se cubrió con la colcha hasta la barbilla. Las ventanas seguían retemblando por el viento, pero, mientras oía la historia de Bruno, era como si el mundo real desapareciese. Podía imaginarse el castillo del hechicero, el bosque arbolado. Veía la casita de campo de Roddic junto al acantilado. Aunque había nacido en Irlanda, no recordaba nada del país. Pero en esos momentos lo sentía en las ve­nas.
—El viejo hechicero suspiró. Marianella era demasiado compasiva para manejar los poderes de la magia. Pero Ramiro supo que Marianella era amable, generosa y comprensiva con los menos afortunados. Sólo le quedaba por plantearles la última prueba. «Hacedme una pregunta», les dijo. «Sobre lo que deseéis saber más que ningu­na otra cosa». Ambas permanecieron en silencio un buen rato. «¿Seré la hechicera más poderosa de Irlanda?», preguntó por fin Mercedes. «¿En­contraré el amor verdadero?», quiso saber Marianella. Lo cual demostró lo que Ramiro ya sabía: Marianella tenía el corazón más puro. Entonces se giró hacia el hechicero y le dijo que debía con­cederle sus poderes a Marianella.
—Qué empalagoso —murmuró Thiago—. Su­pongo que ahora Ramiro la besará, se enamora­rán y se casarán.
_Todavía no —dijo Bruno—. Porque an­tes de morir el hechicero. Mercedes se llevó a Marianella bosque adentro y la abandonó en medio de la espesura, convencida de que la devorarían los lobos o se moriría de hambre.
—¿Se murió? —preguntó Thiago.
—No. Porque Ramiro ya había imaginado que Mercedes intentaría hacerle daño. Vigilaba a Marianella y seguía a las hermanas allá donde fueran. Y la rescató del bosque. La devolvió al castillo y le contó al hechicero la maldad de Mercedes. Sólo entonces supo el hechicero la respuesta a su pre­gunta. Ya podría morir tranquilo. Así que Marianella se convirtió en hechicera. Y Ramiro en su conse­jero de más confianza.
—¿Y Mercedes? —preguntó Peter.
—Se convirtió en una rana. Una rana resbala­diza con nariz morada.
Peter rió, Bautista también soltó una risilla. Thiago parpadeó confundido:
—¿No intentó convertir a Ramiro en sapo?
—No, era demasiado listo para permitírselo —contesto Bruno. Carraspeó y continuó con la historia—. Al cabo de un tiempo, Marianella y Ramiro se casaron. Y tuvieron hijos, que tuvie­ron hijos, que tuvieron hijos. Pero ninguno de ellos necesitaron poderes mágicos, pues hereda­ron algo más valioso de su padre: una mente despierta y sed de conocimiento.
—¿Estás seguro de que Ramiro no tiró a Marianella por el acantilado? —pregunto Thiago—. Qui­zá se la llevó al bosque y le cortó la cabeza. Papá cuenta las historias de otra forma.
—Esta historia es mía, no de papá.
Bruno siempre contaba las historias de los increíbles Lanzani de otra forma, pensó Peter. En sus versiones, las mujeres no eran siempre las villanas.
—A mí me gusta como la has contado.
—Me alegro. Así que ya sabéis que descen­demos de reyes y princesas, caballeros y damas, campesinos sencillos y hechiceras poderosas — Bruno se levantó de la cama y tapó con la col­cha a los tres hermanos—. Hora de dormir. Es tarde —añadió justo antes de salir de la habita­ción y apagarles la luz.
Se quedaron a oscuras. Thiago se dio la vuelta, tirando de las sábanas. Bautista se volteó también, acurrucándose contra Peter en busca de calor y seguridad. Peter le pasó un brazo sobre la cabe­za y se quedo mirando al techo. Seguía pensando en la historia de Ramiro Lanzani. Le gustaba: el chico listo y la hechicera viviendo en el casti­llo del bosque.
—¿Crees que papá está bien? —preguntó Bautista con timidez.
—Papá es un Lanzani. Es como Ramiro. Es lis­to —murmuró Peter.
—Tengo miedo. ¿Qué pasa si no vuelve? Ven­drán a casa y nos separarán. No volveremos a vernos —dijo con voz trémula, a punto de llorar.
—Santiago no lo permitiría —dijo Peter al tiem­po que acariciaba el pelo de su hermano peque­ño—. Siempre estaremos juntos. No te preocu­pes, Bauti.
El chiquillo emitió un pequeño sollozo y se hizo un ovillo bajo la sábana. Peter cerró los ojos. Pero no consiguió conciliar el sueño. Cuando la casa se quedó en silencio, salió de la cama, agarró el abrigo de invierno y se lo puso para guarecerse del frío. Mientras pasaba por delante de la otra habitación, asomó la cabeza y vio a sus hermanos mayores tendidos en sus camas.
Las escaleras crujieron mientras bajaba. Cuando llegó al recibidor, se sentó frente al tele­visor portátil que Gastón había rescatado de un contenedor. Lo encendió, una figura con puntos de nieve iluminó la pieza. La antena apenas cap­taba la señal, Peter casi no veía al hombre del tiempo que estaba de pie frente al mapa.
—En directo Canal WBTN. La tormenta está empeorando. Las olas que golpean las costas de Argentina han obligado a desalojar sus casas a muchos habitantes. El barómetro sigue bajando, lo que significa que aún no hemos su­perado lo peor. Según informes, centenares de barcos se han soltado de sus amarras o han que­dado destruidos. Muchos botes pesqueros tam­bién han sufrido accidentes, un golpe duro para un colectivo que ya ha pasado un verano des­graciado.
Peter se inclinó hacia adelante, tratando de estudiar el mapa, preguntándose en qué parte del Atlántico se encontraría su padre. Había tra­zado la ruta en el atlas del colegio, pero allí era muy fácil. Ya había montado en barco y sabía por experiencia que en el mar no era tan senci­llo orientarse.
—Mientras tanto, los guardacostas no dejan de recibir llamadas de socorro de pescadores y marineros atrapados en el mar. El barco Selma B se hundió tras inundarse, pero un helicóptero logró rescatar a la tripulación. El Willow llegó a puerto hace unas horas, después de una intensa búsqueda de los guardacostas.
Peter sintió un nudo en el estómago. Todos sabían los peligros a los que se exponían los barcos pesqueros. Una vez el profesor de Bruno había dicho que la pesca comercial era la profesión más peligrosa de todas, mucho más peligrosa que conducir un coche de carreras o pilotar un avión. Nunca se había olvidado de esas palabras y, de pronto, le pesaban como si un bloque de cemento le oprimiese el pecho.
Miró al hombre de la pantalla. Si llegaba a ocurrirle algo al Increíble Lanzani, él sería el primero en saberlo. Sabría si el barco se estaba hundiendo. Si Pablo estaba vivo o muerto. Como Ramiro Lanzani, el hombre del tiempo lo sabía todo.
Peter apoyó la barbilla sobre las rodillas flexionadas, tembló, se negó a abandonarse al llanto.
—Algún día yo seré el primero en saberlo todo. Y entonces no tendré que volver a preo­cuparme.

Continuará ... 

4 comentarios:

  1. awww pobrecito! espero que el papá este bien u.u muy MUY bueno el cap!!! gracias por subir esta nove @LuciaVega14

    ResponderEliminar
  2. MUUY Bueno! Recien Empese a Leer esta Novela y si Vos la Escribiste TENES TALENTO♥

    ResponderEliminar
  3. seguiiii interesante ojala no le aya pasado nada al papa

    ResponderEliminar
  4. pronto la seguire leyendo me gusta

    ResponderEliminar